martes, 4 de noviembre de 2008

La Estafa del Futuro


Fui un niño soñador en un mundo que raras veces comprendía. Hijo de la televisión, desde luego, aunque por estas tierras nuestras sólo hubiese una cadena, la Primera, y el universo se nos presentara en blanco y negro (porque mi padre era proletario y la tele en color no nos llegó hasta bien entrados los ochenta). Quizá sea por eso que desde siempre me recuerde fascinado por el espacio, el claroscuro definitivo, por la infinitud de su misterio y por las maravillas que podían aguardarnos dentro de su abrazo, aunque este pobre planeta no fuera más que la frontera... Crecí creyendo en el futuro, y ahora, una vez que nos ha alcanzado, no negaré que me siento defraudado.

Recuerdo que de niño coleccionaba cromos (los cromos eran a mi generación como los cartuchos de la Nintendo DS a la de mis retoños), como todo hijo de vecino. Los había de todas las formas y tamaños, dedicados a todo tipo de asuntos y temáticas, desde el salvaje y exótico mundo animal hasta los vestidos de la Mariquita Pérez o la que fuese la muñeca de moda en aquel momento; sinceramente, no lo recuerdo, era una época en la que éramos todos muy machos. Lo que sí tengo grabado a fuego en la memoria es el título de una de las colecciones: "Coches del Futuro", tan deliberadamente ingenua e inocente, que ni siquiera a mí, creyente confeso, logró convencerme. ¿Por qué?, se preguntarán ustedes. Y yo, por supuesto, les contesto.

Pues porque el primero de aquellos cromos, o quizá fuera el primero que yo pillé, mostraba un extraño artilugio que no era más que un Seat 600, color blanco inmaculado, al que el dibujante había pegado dos alas de avioneta Cesna de la misma tonalidad. El cacharro volaba contra un cielo azul surcado de orondas nubes de opereta... Me parece que fue en ese preciso momento cuando comprendí que cabía la posibilidad de que el futuro que tanto me fascinaba y que tanto me ilusionaba tenía todos los visos de ser una gran estafa. Mi mente, a pesar de estar distorsionada por las aventuras de Pumby, Blanquita y el Profesor Chivete (que no eran más que la versión castiza de Flash Gordon y su troupe de arquetipos engominados), se negaba a creer que yo viviría en un tiempo en el que los omnipresentes "seiscientos" surcarían el firmamento para llevarnos al infinito y más allá. No, el destino no podía reservarnos semejante cutrez...

Visto en perspectiva, aquel futuro de coches regordetes con alas pegadas a los flancos era mucho más apetecible que éste tiempo en el que nos ha tocado vivir. Por lo menos, en aquel tiempo conservaba la secreta esperanza de que algún día yo hablaría con mi prole por videófono desde alguna estación espacial u orbital, tanto daba. Y, vaya, lo de la videollamada sí que lo he hecho, y con mi vástago, pero a través de una de nuestras operadoras bucaneras que te cobran hasta por entrar en la página web, y no desde ningún nicho espacial, sino desde el salón de mi casa, dando tumbos de un rincón a otro para que la p***** cámara del móvil tuviese luz suficiente para captar algo más que una entrada borrosa.

El futuro ya está aquí amigos. Lo que nadie supo adivinar fue que todas sus maravillas iban a resultar tan caras, abusivas, e imposibles. Si llego a leer allá por los sesenta que para viajar a la órbita de la tierra tendría que ser un millonario aburrido, quizá a estas alturas estaría leyendo a ese chavalote que ha ganado el Nobel. Igual me iría mejor, aunque lo dudo: me quejo mucho, pero lo que me divertido a lo largo y ancho de mi vida como friki... eso, eso no tiene precio.

Hasta otra.

sábado, 25 de octubre de 2008

Neal Stephenson nos dice...

"No sólo no nos ofenden las imágenes manufacturadas sino que nos gustan. Prácticamente insistimos en ello. Estamos ansiosos por ser cómplices de nuestro propio engaño: por pagar dinero por el pase a un parque temático, votar a un tipo que obviamente nos está mintiendo o permanecer de pie sosteniendo la cesta que se llena de cosméticos."

"Cualquiera que crezca viendo la televisión, que nunca vea nada de religión o filosofía, se críe en una atmósfera de relativismo moral, aprenda ética viendo escándalos sexuales en el telediario, y vaya a una universidad donde los posmodernos se desviven por demoler las nociones tradicionales de verdad y cualidad, va a salir al mundo como un ser humano bastante incapaz. Y, de nuevo, tal vez el fin de todo esto es hacernos incapaces, de modo que no nos bombardeemos mutuamente con armas nuclear."

"La palabra, al final, es el único sistema para codificar los pensamientos - el único medio - que no es fungible, que se niega a disolverse en el torrente devorador de los medios electrónicos."

(de En el Principio fue la Línea de Comando)


miércoles, 22 de octubre de 2008

La aguja se va acercando

Muchos no nos creíamos que alguien fuera capaz de trasponer a la pantalla esa obra maestra del cómic que es Watchmen. Después de ver el primer tráiler, a pesar de saber que seguía sin ser posible, muchos pensamos que quizá, sólo quizá, al menos podrían haberlo clavado en el aspecto visual.

Se ha colado en la red el segundo tráiler. Sin comentarios. Juzguen ustedes:

domingo, 19 de octubre de 2008

Ojos que no ven



Lo más característico de la vida moderna no era su crueldad ni su inseguridad, sino sencillamente su vaciedad, su absoluta falta de contenido.

(George Orwell, 1984)


Cada vez tenemos más cacharros a nuestra disposición (gadgets, que dirían los geeks más irredentos). Se supone que nos hacen la vida más fácil, pero lo cierto es que, bajo mi humilde punto de vista, lo único que suponen es un medio de control de masas que no tiene parangón en la historia de la sociedad humana. Ni siquiera Orwell en su profético 1984 llegó a imaginar las consecuencias de una red de espionaje de tal calibre.

En cambio, Dan Simmons sí, en su magnífica Hyperion, primera parte de esa obra magna que luego se ha denominado los Cantos de Hyperion. Advierto que a partir de aquí la entrada rezuma spoilers.

Para no extenderme demasiado, diremos que, desde el principio de la novela, vemos que todos los protagonistas, sin importar en qué mundo o en qué tiempo se hallen, portan unos cacharros llamados comlogs, con los que pueden acceder a todo, desde la dirección de alguien, a la hora en tal o cual planeta, o el tiempo que va a hacer, o leer libros, o llamar a alguien, o enviarle algo, o insertarse en una realidad virtual que simula tal o cual acontecimiento histórico, o bajarse un libro para imprimirlo cómodamente en casita… ¿les suena? Desde luego, todos los cacharritos de nueva generación que nos rodean mientras intentan ser clones bastardos del iPhone. Lo interesante de la novela es que todo se hace a través de la Esfera de Datos (una suerte de Internet mucho más evolucionada), y que, como se sospecha desde bastante pronto, ésta está controlada por las inteligencias artificiales del Tecnonúcleo, cuya localización desconocen tanto humanos como éxters. Más adelante, este dato será de vital importancia para la guerra que acaba estallando entre todas las razas sentientes de la galaxia.

Este panorama, que ahora nos parece de perogrullo y totalmente carente de imaginación, era un pensamiento muy avanzado en la época en la que escribió la novela, en 1988, cuando ni Internet ni los dispositivos móviles estaban en el inconsciente colectivo. De hecho, ni siquiera los frikis de entonces estábamos muy seguros de que alguna vez fuera a darse un escenario que ni siquiera se acercara a lo que Simmons intentaba colarnos. Pero ya están aquí. Posicionándonos en todo momento, sabiendo a quién llamamos o qué nos descargamos, analizando nuestros gustos, escudriñando nuestros intereses… poniendo cercas al campo de la privacidad humana. Quizá esto tenga que ser así, y no hay más remedio. Estamos abocados a la Singularidad, tal y como la sociedad decimonónica tenía que acabar sustituyendo las calesas por coches de forma inevitable.

Lo que a mí me preocupa es que el Tecnonúcleo estaba agazapado justo ahí, en los haces de transmisión, entre las llamadas y las consultas de datos, los foros y las votaciones. Sólo esperaba el momento de atacar, de cortar todas las comunicaciones y dejar aislada la sociedad humana.

Sólo es un pensamiento.

viernes, 17 de octubre de 2008

Escribir como un tigre


Sin paños calientes: la filosofía cateta de lo políticamente correcto me tiene ya hasta los testículos, por ser suave.

Me parece mentira que, casi veinte años después de que Mamá Bush y sus aburridas coleguitas republicanas, que de tartas de manzana sabían mucho pero que de follar más bien poco (uy, perdón, he pecado), tergiversaran un concepto legal decimonónico (la primera sentencia emitida en los Estados que cita la expresión "políticamente correcto" data de la última década del siglo XIX), sigamos bailándole el agua a los gringos y entrando por el aro. Llamamos a los pueblos de piel de ébano "personas de color (¿de qué color? Negro, supongo)", o, peor, afroamericanos, como si sólo hubiera gente de esa raza en los USA y no en prácticamente todos los rincones del planeta. Seguimos subidos al carro de politizar el lenguaje y duplicar cada palabra que pueda tener dos géneros (en nuestro idioma, la mayoría de ellas). Nos obligan a evitar las palabras malsonantes en público, aunque en privado nadie se corta un pelo en soltar las barbaridades que pueda y más. Evitamos los chistes que hagan alusión a nuestras medias naranjas y sus progenitoras (id est, parientas y suegras)... por no mencionar el bochornoso trato a los gays, cuya sola sobreprotección social ya me parece una discriminación per se, aunque sea positiva. Y así podríamos seguir hasta la saciedad, porque las imbecilidades se superponen unas a otras en plan colmenario...

No me molestaría tanto esta situación, visto que de puertas para adentro hacemos lo que nos viene en gana, si no fuera porque constriñe al arte en general, y a la literatura en particular, inclúyanse aquí tanto las narraciones en palabras como en imágenes. Crear hoy en día es subyugarse a un millón de reglas no escritas que van colocando murallas a los caminos de la imaginación, colocando letreros de "NO PASAR", y cerrando paisajes a los ojos de una amplia parte de la población que debe ser protegida a toda costa de influencias desagradables y/u obscenas. A saber: niños, niñas, mujeres (embarazadas o no), discapacitados psíquicos o físicos (da igual que sólo sean leves: entran en el mismo saco), minorías étnicas (el cálculo de la minoría... ¿cómo se realiza? Porque, por poner un ejemplo, yo sería minoría en Zambenwe, creo), sexos marginales (gays, lesbianas y onanistas), bichos en peligro de extinción, y un largo etcétera de seres vivos, no todos necesariamente pensantes.

(En realidad, ahora que lo pienso, si exceptuamos a los machos blancos heterosexuales, el resto de la sociedad humana está bajo la protección directa de lo políticamente correcto, ¿o no? Tendré que reflexionar con más tiempo sobre este corolario)

Esto, que la mayoría de los escritores no suelen tener en cuenta, sí que es un quebradero de cabeza para las editoriales y productoras, que, al fin y al cabo, son las que mueven la pasta. Así, vivimos unos tiempos en que las estanterías de los megacentroscomerciales (en otro lado apenas se venden libros) están plagadas, por lo general, de literatura de plástico perfectamente masticada para que las especies protegidas no tengan una indigestión. Y qué decir del cine. Sin comentarios, ustedes me entienden: remakes (políticamente correctos) y guiones insulsos que, encima, están adobados por la típica doble moral yanqui y, que, por supuesto, acaban con la dosis necesaria de Moralina 500 mg. a la que todos estamos, desgraciadamente, acostumbrados. Sencillamente demencial. Me pregunto muchas veces qué habría sido de gente como Bukowsky, John Ford, Groucho Marx... incluso Shakespeare (¿Lady McBeth pidiendo que la despojen de su sexo? No, ni hablar, amiguete...) si hubieran tenido que realizar sus trabajos en esta época oscura del arte.

Llegados a este punto, supongo que el sufrido lector se estará preguntando: Vale, pero, ¿a qué viene este rollo?

Viene a que, muchas veces, mientras escribo, tengo la impresión de que soy un tigre atrapado en una jaula de cristal, una fiera que puede ver el mundo a su alrededor, que de hecho lo percibe tal y como es, pero que no puede atrapara esas imágenes entre sus garras. Hace un rato, antes de empezar a soltarles este rollo, me encontraba escribiendo una escena en la que mi protagonista, un tipo de los bajos, bajos fondos, llega a la mansión de alguien que es todavía más bajo (éticamente) que él. El chaval se encuentra de pronto a la vera de una piscina de lujo (lo han llevado allí prácticamente a rastras) para entrevistarse con El Hombre. Éste resulta ser un anciano cargado de lujo (se ve, se palpa en el ambente) que está sentado en una hamaca, desnudo. Entre sus piernas hay una mujer despampanante que le está haciendo una fellatio. Durante toda la escena que relata la conversación ente ambos, llena de palabras y expresiones malsonantes (son hampones, para empezar ni siquiera sabrían expresarse con corrección), ella no ceja en su empeño, nunca le vemos la cara, y El Hombre ni siquiera parece prestarle atención, para él es como si sólo fuera otro elemento más del mobiliario. Hagan números y díganme cuántas reglas de lo políticamente correcto he transgredido en apenas dos o tres páginas. ¿Creen que algún editor de una compañía puntera consentirá, en caso de publicarse, que esos párrafos permanezcan ahí? Yo creo que no. Pero el caso es que, como el destape en sus inicios, esa escena está ahí por necesidades del guión. En caso contrario, ni siquiera habría salido de las teclas.

¿Cuántos ejemplos como éste, y seguro que mucho mejores, se habrán quedado en cuartillas olvidadas y en carpetas de discos duros que nadie va a leer nunca? Seguro que muchos, muchísimos.

Quizá deberíamos liberar a los tigres. Sin compasión. Es posible que aún estemos a tiempo.

La Alicia Más Oscura

Hoy he leído un relato impactante. Breve, conciso, directo a ese lugar de la mente donde más deben doler los relatos. Se trata de "El Óxido del Sombrerero", de Alfredo Álamo, el, entre otras cosas, genial guionista de La Legión del Espacio.

Alfredo ha conseguido la atmósfera justa de desasosiego que todos desearíamos para la futura versión de Alice in Wonderland que prepara Tim Burton. Me ha resultado curioso porque yo mismo ando enfrascado en una novela cuyo peso argumental recae en buena medida sobre el mito de esta niña perdida en un mundo que no comprende. Sin embargo, el gran mérito de Alfredo ha sido, precisamente, el no mencionar a la niña en ningún momento, el usar sólo los personajes secundarios para esbozar un relato brillante sobre la oscuridad que permea la historia.

Pueden ustedes disfrutar de él sin gastar ni un chavo. Basta con que hagan clic sobre el enlace de Artífex Cuarta Época y se descarguen el número de Octubre. Espero que lo disfruten tanto como yo.