viernes, 17 de octubre de 2008

Escribir como un tigre


Sin paños calientes: la filosofía cateta de lo políticamente correcto me tiene ya hasta los testículos, por ser suave.

Me parece mentira que, casi veinte años después de que Mamá Bush y sus aburridas coleguitas republicanas, que de tartas de manzana sabían mucho pero que de follar más bien poco (uy, perdón, he pecado), tergiversaran un concepto legal decimonónico (la primera sentencia emitida en los Estados que cita la expresión "políticamente correcto" data de la última década del siglo XIX), sigamos bailándole el agua a los gringos y entrando por el aro. Llamamos a los pueblos de piel de ébano "personas de color (¿de qué color? Negro, supongo)", o, peor, afroamericanos, como si sólo hubiera gente de esa raza en los USA y no en prácticamente todos los rincones del planeta. Seguimos subidos al carro de politizar el lenguaje y duplicar cada palabra que pueda tener dos géneros (en nuestro idioma, la mayoría de ellas). Nos obligan a evitar las palabras malsonantes en público, aunque en privado nadie se corta un pelo en soltar las barbaridades que pueda y más. Evitamos los chistes que hagan alusión a nuestras medias naranjas y sus progenitoras (id est, parientas y suegras)... por no mencionar el bochornoso trato a los gays, cuya sola sobreprotección social ya me parece una discriminación per se, aunque sea positiva. Y así podríamos seguir hasta la saciedad, porque las imbecilidades se superponen unas a otras en plan colmenario...

No me molestaría tanto esta situación, visto que de puertas para adentro hacemos lo que nos viene en gana, si no fuera porque constriñe al arte en general, y a la literatura en particular, inclúyanse aquí tanto las narraciones en palabras como en imágenes. Crear hoy en día es subyugarse a un millón de reglas no escritas que van colocando murallas a los caminos de la imaginación, colocando letreros de "NO PASAR", y cerrando paisajes a los ojos de una amplia parte de la población que debe ser protegida a toda costa de influencias desagradables y/u obscenas. A saber: niños, niñas, mujeres (embarazadas o no), discapacitados psíquicos o físicos (da igual que sólo sean leves: entran en el mismo saco), minorías étnicas (el cálculo de la minoría... ¿cómo se realiza? Porque, por poner un ejemplo, yo sería minoría en Zambenwe, creo), sexos marginales (gays, lesbianas y onanistas), bichos en peligro de extinción, y un largo etcétera de seres vivos, no todos necesariamente pensantes.

(En realidad, ahora que lo pienso, si exceptuamos a los machos blancos heterosexuales, el resto de la sociedad humana está bajo la protección directa de lo políticamente correcto, ¿o no? Tendré que reflexionar con más tiempo sobre este corolario)

Esto, que la mayoría de los escritores no suelen tener en cuenta, sí que es un quebradero de cabeza para las editoriales y productoras, que, al fin y al cabo, son las que mueven la pasta. Así, vivimos unos tiempos en que las estanterías de los megacentroscomerciales (en otro lado apenas se venden libros) están plagadas, por lo general, de literatura de plástico perfectamente masticada para que las especies protegidas no tengan una indigestión. Y qué decir del cine. Sin comentarios, ustedes me entienden: remakes (políticamente correctos) y guiones insulsos que, encima, están adobados por la típica doble moral yanqui y, que, por supuesto, acaban con la dosis necesaria de Moralina 500 mg. a la que todos estamos, desgraciadamente, acostumbrados. Sencillamente demencial. Me pregunto muchas veces qué habría sido de gente como Bukowsky, John Ford, Groucho Marx... incluso Shakespeare (¿Lady McBeth pidiendo que la despojen de su sexo? No, ni hablar, amiguete...) si hubieran tenido que realizar sus trabajos en esta época oscura del arte.

Llegados a este punto, supongo que el sufrido lector se estará preguntando: Vale, pero, ¿a qué viene este rollo?

Viene a que, muchas veces, mientras escribo, tengo la impresión de que soy un tigre atrapado en una jaula de cristal, una fiera que puede ver el mundo a su alrededor, que de hecho lo percibe tal y como es, pero que no puede atrapara esas imágenes entre sus garras. Hace un rato, antes de empezar a soltarles este rollo, me encontraba escribiendo una escena en la que mi protagonista, un tipo de los bajos, bajos fondos, llega a la mansión de alguien que es todavía más bajo (éticamente) que él. El chaval se encuentra de pronto a la vera de una piscina de lujo (lo han llevado allí prácticamente a rastras) para entrevistarse con El Hombre. Éste resulta ser un anciano cargado de lujo (se ve, se palpa en el ambente) que está sentado en una hamaca, desnudo. Entre sus piernas hay una mujer despampanante que le está haciendo una fellatio. Durante toda la escena que relata la conversación ente ambos, llena de palabras y expresiones malsonantes (son hampones, para empezar ni siquiera sabrían expresarse con corrección), ella no ceja en su empeño, nunca le vemos la cara, y El Hombre ni siquiera parece prestarle atención, para él es como si sólo fuera otro elemento más del mobiliario. Hagan números y díganme cuántas reglas de lo políticamente correcto he transgredido en apenas dos o tres páginas. ¿Creen que algún editor de una compañía puntera consentirá, en caso de publicarse, que esos párrafos permanezcan ahí? Yo creo que no. Pero el caso es que, como el destape en sus inicios, esa escena está ahí por necesidades del guión. En caso contrario, ni siquiera habría salido de las teclas.

¿Cuántos ejemplos como éste, y seguro que mucho mejores, se habrán quedado en cuartillas olvidadas y en carpetas de discos duros que nadie va a leer nunca? Seguro que muchos, muchísimos.

Quizá deberíamos liberar a los tigres. Sin compasión. Es posible que aún estemos a tiempo.

La Alicia Más Oscura

Hoy he leído un relato impactante. Breve, conciso, directo a ese lugar de la mente donde más deben doler los relatos. Se trata de "El Óxido del Sombrerero", de Alfredo Álamo, el, entre otras cosas, genial guionista de La Legión del Espacio.

Alfredo ha conseguido la atmósfera justa de desasosiego que todos desearíamos para la futura versión de Alice in Wonderland que prepara Tim Burton. Me ha resultado curioso porque yo mismo ando enfrascado en una novela cuyo peso argumental recae en buena medida sobre el mito de esta niña perdida en un mundo que no comprende. Sin embargo, el gran mérito de Alfredo ha sido, precisamente, el no mencionar a la niña en ningún momento, el usar sólo los personajes secundarios para esbozar un relato brillante sobre la oscuridad que permea la historia.

Pueden ustedes disfrutar de él sin gastar ni un chavo. Basta con que hagan clic sobre el enlace de Artífex Cuarta Época y se descarguen el número de Octubre. Espero que lo disfruten tanto como yo.